Un número llamativo de prisioneros políticos que escribieron memorias –y esto podría explicar por qué escribieron memorias– atribuyen su supervivencia a su habilidad para “narrar historias”: para entretener a presos comunes relatando los argumentos de novelas o películas. En el mundo de los campos y las prisiones, donde los libros escaseaban y las películas eran raras, un buen narrador era muy valorado.
Lev Finkelstein dice que estará “siempre agradecido al ladrón que, en mi primer día de cárcel, reconoció este potencial en mí y dijo: ‘Tú probablemente has leído muchos libros. Cuéntaselos a la gente y terminarás viviendo muy bien’. Y lo cierto es que vivía mejor que los demás. Gozaba de cierta notoriedad, cierta fama […] Me topaba con gente que decía: “Tú eres Levchik-Romanist [Levchik-el-narrador], me hablaron de ti en Taishet”.
Gracias a esta habilidad, Finkelstein era invitado dos veces al día a la choza del brigada en jefe, donde recibía un tazón de agua caliente. En la cantera en la que entonces trabajaba “esto significaba la vida”. Finkelstein descubrió, según dijo, que los clásicos rusos y extranjeros eran los que mejor funcionaban; tenía un éxito mucho menor recontando los argumentos de novelas soviéticas más recientes.