De pequeña, [Edith Wharton] tenía el curioso hábito de lo que ella llamaba “inventar”. Antes de que aprendiera a leer, se sentaba durante horas con un libro en el regazo y fingía leer uno de los cuentos que contenía. Cuanto más negra y densa era la tipografía, mejor. Caminaba rápidamente arriba y abajo y entraba en una especie de éxtasis de composición verbal; en cierta ocasión, su madre intentó anotar lo que Edith decía, pero no pudo mantener el ritmo. Cuando una niña llegó de visita para jugar, Edith le pidió a su madre: “Entretenme a esa niña. Yo tengo que inventar”. Más tarde, cuando aprendió a leer, su inmersión en textos reales se mantuvo en la línea de estas invenciones obsesivas.
Inventar
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