El cuento empieza donde la razón termina

Af a mayse fregt men nish ken kashe!” [Yiddish, uno  no hace preguntas sobre un relato], reza un viejo dicho yiddish, y el motivo es comprensible: kashe y mayse están en polos opuestos. Donde kashe procede de la razón, la lógica y la realidad, mayse necesariamente empieza donde la razón termina. Kashe se origina en el cerebro, y mayse en el corazón. Kashe pregunta: ¿cómo es esto posible? Mientras que mayse no conoce límites. Es, por tanto, obvio por qué uno no hace una kasha [pregunta], que compete totalmente a la realidad, sobre un mayse [relato], que compete totalmente a la fantasía.

Abraham Rechtman, The Lost World of Russia’s Jews: Ethnography and Folklore in the Pale of Settlement, traducción de N. Deutsch y N. Barrera, Bloomington: Indiana University Press, 2012, pág. 254

Ilustración inspirada en un dibujo textil japonés

Un proceso continuo de ficcionalización

Nuestra vida social y personal es un proceso continuo de ficcionalización, a medida que interiorizamos nuestro otro-que-no-somos, lo dramatizamos, lo imaginamos, hablamos por él y a través de él. La precisión de esta ficcionalización nunca está garantizada, pero sin una capacidad para al menos adivinar lo que el otro pueda estar pensando no podríamos en absoluto tener una vida social.  Una de las cosas que hizo la ficción fue hacer de este proceso algo explícito, visible. Toda narración de historias es la invitación a entrar en un espacio paralelo, una arena hipotética, en la que tienes un acceso imaginado a cualquier cosa que no seas tú. Y si la ficción creía algo sobre sí misma, esto era que en el ADN de la ficción había empatía, que era el producto de la compasión.

Zadie Smith, “Fascinated to Presume: In Defense of Fiction”, New York Review of Books, r 24 de octubre de 2019, pág. 8

Ilustración basada en un amuleto Haida (gran garza azul y humano), conservado en el Royal British Museum

En nuestra jerga “exprimir” significa “contar” 

–Escucha –dijo–, como eres americano seguro que has visto montones de películas, ¿no? ¿Leído cantidad de libros? ¿Leído un montón de novelas? 

Volví a asentir. 

–Estupendo. Creo que quizá podamos establecer una buena relación comercial. 

El parkhan [cabecilla] sonrió de oreja a oreja ante mi estupor. Entonces su actitud cambió y se puso muy serio e intenso, observándome directamente con apenas el deje de una sonrisa burlona en torno a sus ojos oscuros. […] 

–Escúchame –dijo con seriedad–. ¿Puedes exprimir una novela? 

Yo dije: 

–¿A qué te refieres con ‘exprimir’? 

–Ya sabes, en nuestra jerga ‘exprimir’ significa ‘contar’. ¿Podrías contarnos novelas, narrar historias? Lo mismo con películas. Aquí no tenemos narrador, y necesitamos historias. La vida está vacía sin una buena historia que te ayude seguir adelante día a día. ¿Podrías hacer eso? 

Alexander Dolgun y Patrick Watson, Alexander Dolgun’s Story: An American in the Gulag. Nueva York: Alfred A. Knopf 1974, págs. 141-142) 

Ilustración inspirada en un dibujo tradicional de Ruanda

La palabra hablada adquiría en la noche una claridad singular 

Para los pueblos preindustriales, la oscuridad congeniaba con la narración de historias. En las culturas occidentales, como en las no occidentales, el recital de mitos y cuentos tradicionales disfrutó del aura de un ritual sagrado, reservado tradicionalmente a las profundidades de la noche. La oscuridad aislaba a corazones e intelectos de las exigencias profanas de la vida cotidiana. Cualquier “función sagrada”,  aseveraba Daniello Bartoli en La Ricreazione del Savio [1659], “requiere oscuridad y silencio”.

En el interior de los hogares de la Edad Moderna, las habitaciones mal iluminadas conferían una fuerza añadida a los talentos resonantes de los narradores de historias. En buena parte de Irlanda, estos hombres llevaban el título de seanchaidhthe, y en Gales, cyfarwyd.

La palabra hablada, en ausencia de distracciones que compitieran con ella, adquiría en la noche una claridad singular. La oscuridad animaba a la escucha así como al despliegue de la fantasía. Las palabras, no los gestos, daban forma a las imágenes dominantes de la mente. Además, el sonido tiende a unificar cualquier conjunto diverso de oyentes. El sonido no sólo es difícil de ignorar, sino que fomenta la cohesión al juntar más a las personas, tanto literal como metafóricamente. Acompañado de la luz mortecina de una lámpara o un hogar, el acto de narrar creaba un entorno singularmente íntimo.  

A. Roger Ekirch, At Day’s Close: A History of Nighttime, London: Phoenix, 2006, págs. 179-180 

Ilustración inspirada en el dibujo de una cerámica griega

Lo importante es conservar el sentimiento del relato

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En el nuevo libro he incluido varias historias muy antiguas que escribí de memoria, tal y como las escuché hace mucho tiempo. Con la memoria hay que tener cuidado; para ciertos hechos o detalles la memoria es probablemente más imaginativa que otra cosa, pero lo importante es conservar el sentimiento del relato. Es algo que nunca olvido: el sentimiento que uno recibe del relato es lo que hay que esforzarse por plasmar con fidelidad.

Leslie Marmon Silko (de los pueblo de Laguna, en Nuevo México) en una carta al poeta James Wright, en L. M. Silko y J. Wright, The Delicacy and Strength of Lace, edición de Anne Wright, Saint Paul, Minnesota: Graywolf Press, págs. 69-70
Ilustración inspirada en dibujo andino

La verdad, las mentiras y los sueños

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Para ser un individuo, se debe ser también nada. Para conocerse a sí mismo, se debe ser capaz de no conocer nada. Los asómnicos conocen el mundo de manera continua e inmediata, sin instantes vacíos, sin espacio para la individualidad. Al no tener sueños, no cuentan historias y por tanto no tienen necesidad de lenguaje. Sin lenguaje, no hay espacio para la mentira. Tampoco para el futuro. Viven aquí, ahora, en perfecto contacto. Viven en la más pura facticidad. Pero no pueden vivir en la verdad, porque el camino a la verdad, dice el filósofo, discurre a través de las mentiras y los sueños.

Ursula K. LeGuin, La isla despierta, en Planos paralelos, Barcelona, Minotauro, 2005, pág. 173, trad. de Manuel Manzano, revisada por Carme López
Ilustración inspirada en un dibujo Inuit

Otro género particular de cohecho

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De las memorias de infancia del escritor egipcio Taha Husein (1889-1973), que se quedó ciego a los tres años:

Y aún había otro género particular de cohecho que le placía hasta el disloque y le animaba a abandonar su deber de la peor manera; es, a saber: los cuentos, las historias y los libros. Siempre que un niño podía contarle una conseja, o comprar para él un libro al hombre que iba vendiéndolos por las aldeas, o leerle un capítulo de la historia de al-Zir Salim o de Abu Zaid, podía estar seguro de obtener de su benevolencia, de su simpatía y de su amistad la prueba que quisiera.

Taha Husein, Los días: Memorias de infancia y juventud, traducción de Emilio García-Gómez, La Coruña: Ediciones del Viento 2004, p. 55
Ilustración inspirada en un textil antiguo andino

Inventar

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De pequeña, [Edith Wharton] tenía el curioso hábito de lo que ella llamaba «inventar». Antes de que aprendiera a leer, se sentaba durante horas con un libro en el regazo y fingía leer uno de los cuentos que contenía. Cuanto más negra y densa era la tipografía, mejor. Caminaba rápidamente arriba y abajo y entraba en una especie de éxtasis de composición verbal; en cierta ocasión, su madre intentó anotar lo que Edith decía, pero no pudo mantener el ritmo. Cuando una niña llegó de visita para jugar, Edith le pidió a su madre: «Entretenme a esa niña. Yo tengo que inventar». Más tarde, cuando aprendió a leer, su inmersión en textos reales se mantuvo en la línea de estas invenciones obsesivas.

Edmund White, “The House of Edith”, New York Review of Books, 26 April, 2007, pág. 39
Ilustración inspirada por los créditos de la serie de TV Juego de tronos 

Sabes, el cuento es como un árbol joven.

Dragoncito

Sabes, el cuento es como un árbol joven. Crece, se desarrolla, lo podas, lo injertas, lo limpias; de él brotarán hojas, ramitas y frutos. Una nueva vida se desarrolla, como sucede con los humanos. ¿Quién sabe qué será? Así es el cuento. En una ocasión comencé a narrar un cuento sobre una muchacha que encontró una caja. La cogió, miró el interior, la abrió. Había un dragón. El dragón la agarró y se la llevó. Lo que pasó después lo estuve contando una semana. Así va el cuento: como nosotros queremos, solo que ha de tener una base; después se le puede añadir cualquier cosa. (Reflexiones del narrador húngaro  Ferenc Czapár, pescador de profesión).

Linda Dégh,  Narratives in Society: A Performer-Centered Study of Narration, Helsinki, Academia Scientarum Fennica, Folklore Fellows Communications no 255. pág. 44. 1995.
Ilustración inspirada en el arte de la cultura Maya.