Un mal narrador

Al final de un relato en uno de mis cuadernos del condado de Clare escribí: “30 de diciembre, 1929. Este es el peor cuento que haya escuchado nunca, y para cualquiera familiarizado con el relato las omisiones, vacilaciones e incoherencias resultaban exasperantes. El público estaba muy asqueado.

De vez en cuando yo cruzaba miradas con John Carey, un buen narrador, que fumaba sentado junto al fuego, y meneaba con pesar la cabeza. Para él era un sacrilegio machacar un cuento de esa forma. El pobre recitador, que a decir verdad lo estaba haciendo lo mejor que podía, tosía en ocasiones; tenía un resfriado, pero le iba bien tapar sus defectos con una tos sonora de vez en cuando, y el espacio de descanso que de este modo se creaba en la narración le permitía pensar. Muy a menudo, los narradores tosen cuando no saben lo que van a decir.

Por fin, Carey no pudo soportar más la tensión, indignado más allá de lo tolerable, y le gritó al narrador, diciéndole lo que se había saltado y reprendiéndolo. Carey y los demás oyentes habían conocido al padre del recitador, que fue el mejor narrador del distrito; el hijo recordaba los cuentos, pero no podía contarlos bien.

El crítico literario analfabeto puede ser tan despiadado en sus juicios como su sofisticado colega que escribe en una estancia repleta de libros, y podemos estar seguros de que el relato medieval, lo mismo que la narración oral moderna, tenía que pasar por el fuego purgatorio de muchos siglos antes de alcanzar el elevado nivel que le exigían los cínicos críticos del mundo de habla gaélica.

Seamus O Duilearga [James Delargy] “Irish Tales and Story-tellers”, en H. Khun and K.Schier (eds.), Märchen, Mythos und Dichtung: Festschrift zum 90. Geburtstag Friedrich von der Leyens am 19. August 1963, Múnich: Editorial C. H. Beck, 1963, pp. 66-67)

Ilustración inspirada en un dibujo del tambor de un chamán

De las entrañas de los vivos

[Que mi trabajo no es pequeño] es cosa patente pues, habiendo falta de escrituras, tengo de andar mendigando de uno en otro, sacando de las entrañas de los vivos lo que vieron los ojos de los muertos, haciendo presentes las cosas pasadas, y las que están ya en las tinieblas del olvido envueltas sacarlas a la luz y memoria.

Fray Alonso de Espinosa, Historia de Nuestra Señora de Candelaria, edición de Alejandro Cioranescu, Santa Cruz de Tenerife: Goya Ediciones, 1980, p. 16; la primera edición es de 1594

Ilustración inspirada en un estandarte turco

El tema es el recitado

[En el Kalevala] todos los objetos y criaturas son parte de un continuum vital en constante comunicación mutua. Es un mundo que nunca está en silencio. Casi se diría que el ruido lo mantiene con vida. Los objetos inanimados vibran con una especie de temblor panteísta. Los muros, suelos y vigas de la casa se agitan, crujen y cantan de expectación por la novia que vendrá. Nada permanece inmóvil; hasta los muertos no están muertos, simplemente en otro lugar. Por supuesto, todo este sonido y movimiento los plasmaba originalmente una voz que salmodiaba sin interrupción; las descripciones sonoras deben de haber proporcionado oportunidades perfectas para estimular a los oyentes a concentrarse en el hilo conductor del relato. El recitado no era sólo el medio de expresión de los poemas del Kalevala: era su tema primordial. Las palabras y la música que la acompañaban encarnan una magia suprema.

Geoffrey O’Brien, “Magic Sayings by the Thousands”, New York Review of Books, 4 de noviembre de 2021, pág. 36

Ilustración inspirada en el logotipo de la Kalevala Society

El canto y el héroe se crean mutuamente 

Cuando, en el clímax de la Odisea, el disfrazado Odiseo –que se prepara para abatir a los intrusos que le están robando y cortejan a su esposa–, arma su gran arco “cual un hábil citarista y cantor tiende fácilmente con la clavija nueva la cuerda”, y tañe el arma para producir una nota musical. Con este símil espléndido, Homero fusiona los hechos sobre los que canta con el arte del cantor. El canto crea al héroe, pero héroe también crea el canto. 

James Romm, “A Journey into Homer’s World”, New York Review of Books, Septiembre 23, 2021, pág. 51 

Ilustración inspirada en la cerámica de la cultura Mimbres, Nuevo México

La mejor manera de contar un relato

Por esto la presencia de la palabra polytropos, “de muchos giros”, “circundado muchas veces”, en el primer verso de la Odisea es una insinuación sobre la naturaleza no sólo del héroe del poema sino del poema mismo, al sugerir, como hace, que la mejor manera de contar cierto tipo de relato es no avanzar en línea recta, si no círculos amplios, cargados de historia. 

Daniel Mendelsohn, An Odyssey: A Father, a Son and an Epic, Nueva York: Vintage Books, 2018, pág. 33.

Ilustración basada en un animal compuesto del imaginario del mundo antiguo

Tras imponer silencio 

Y ocupados así en distintas tareas, el bueno de Robin, tras imponer silencio, empezaba el cuento de la cigüeña, en el tiempo en que los animales hablaban o sobre cómo Renard el zorro robó el pescado; cómo logró que las lavanderas apalearan al lobo cuando aprendía a pescar; cómo el perro y el gato se fueron bien lejos; sobre el león, rey de los animales, que hizo del asno su lugarteniente, y quiso ser rey de todo; sobra la corneja, que al graznar perdió su queso; sobre Melusina; sobre el hombre lobo, sobre el pellejo de Anette; sobre el monje borracho, sobre las hadas, y que a menudo hablaba con ellas de tú a tú, incluso al atardecer, al pasar por el sendero, y que las vio bailar animadamente, junto a la fuente de Cormier, al son de una gaita cubierta de cuero rojo. 

Noël du Fail, Propos rustiques, Baliverneries, Contes et discours d`Eutrapel, edición de J. Marie Guichard, Paris: Librarie de Charles Gosselin, 1842, pág. 43. La obra se publicó originalmente en 1548 

Ilustración inspirada en un dibujo andino

La narración de historias es asunto complicado

[San] Patricio dijo entonces:

–Es este un relato complicado. La hermana de Aillén, hijo de Eogabál, se ha enamorado de Manannán, y la esposa de Manannán se ha enamorado de Aillén.

–¿Que palabra sino «complicado» podría describir un relato así –dijo Benén– dada su trama?

De modo que el antiguo dicho, «la narración de historias es asunto complicado», viene de aquí.

–Manannán dio su propia esposa a Aillén, y Áine sedujo a Manannán –dijo Cailte.

Autor irlandés anónimo, hacia 1200; de A. Dooley y H. Roe (trads.), Tales of the Elders of Ireland: A new Translation of the Acallamna Senórach, Oxford: Oxford University Press, 1999, pág. 111 

Ilustración inspirada en los boles de cerámica de los hausa de Nigeria

La faltriquera de los cuentos

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Y entonces, en las frías noches de invierno, abuelita se metía en su pequeño compartimento, su tienda, y se contaban historias. Yo entonces era muy pequeño, pero recuerdo bien a mi abuela. Alrededor del fueguecito se contaban historias maravillosas. Recuerdo a mi papá sentado alrededor del fuego, en medio del suelo, apenas una pequeña hoguera de ramas en el centro de la tienda, un agujero en el techo, y el humo que salía directamente por el agujero. Una lamparita de parafina, hecha por mi padre, estaba apagada.

Abuelita contaba una historia, padre contaba una historia. Quizá algunos nómadas [Travellers] que pasaban por allí se paraban y plantaban su tienda en «El Rincón de los Caldereros», un lugar al otro lado del arroyo, frente al bosque en el que acampábamos. […] También ellos contaban historias y tenían allí un pequeño encuentro. Nuestra tienda era un lugar en el que paraban los nómadas que venían hasta Argyll, y siempre había tiempo para un relato.

Bueno, pues abuelita pasaba con nosotros todo el invierno, en esa gran tienda, con su pequeño compartimento. […]

Abuelita era una anciana, y en aquellos días de antaño ninguna anciana de los nómadas llevaba bolso. Lo que si llevaban alrededor de la cintura era una gran faltriquera. Me acuerdo de la de abuelita; la había hecho ella misma, una faltriquera de tartán. Era como un bolso grande, con una correa, y se lo ataba a la cintura. Tenía tres botones de nácar en el centro; en aquellos tiempos no había cremalleras. Abuelita llevaba todos sus bienes materiales en esta faltriquera.

Bien, abuelita fumaba un pequeña pipa de barro. Y cuando necesitaba tabaco, decía:

Pequeños, quiero que vayáis al pueblo a por tabaco para mi pipa.

Y nos daba a mi hermana y a mí tres peniques, uno para cada uno, y el otro para tabaco. El viejo tendero solía tener un rollo de tabaco, y cortaba un poquito para abuelita a cambio del penique. Nosotros volvíamos, y la recompensa era:

¡Abuelita, cuéntanos un cuento!

Ella se sentaba allí, frente a su pequeña tienda, y tenía un cacito y un pequeña hoguera.

Recogíamos ramas para ella, y ella se hacía un té negro y fuerte. Levantaba el cacito, lo ponía al lado del fuego y decía:

Bueno, pequeños, ¡voy a ver que puedo encontrar esta vez para vosotros en mi faltriquera!

Abría su gran faltriquera, con sus tres botones de nácar, que tenía al lado. Los recuerdo bien, y decía:

Bueno, pues os contaré este cuento.

Quizá fuera el que había contado tres noches antes. Quizá era uno que no había contado en semanas. A veces nos contaba un cuento tres, cuatro veces; a veces nos contaba uno que nunca antes habíamos oído.

Así que, un día, mi hermana y yo volvimos del pueblo. Estábamos jugando, y nos acercamos a la tienda de abuelita. El sol brillaba, cálido. El cacito de té de la abuela estaba junto al fuego: estaba frío, el fuego se había consumido. El sol calentaba. Abuelita estaba tumbada, con las manos bajo la cabeza, como una anciana, y su camita estaba frente a la tienda. A su lado estaba la faltriquera. Era la primera vez que la veíamos separada de la cintura de abuelita. Probablemente se la quitaba por la noche, al irse a acostar. Pero por el día, ¡nunca!

De modo que mi hermana y yo nos deslizamos en silencio, y dijimos:

¡Abuelita está dormida! Ahí está su faltriquera. ¡Vamos a ver cuántos cuentos hay en la faltriquera de abuelita!

Así que, con mucho cuidado, la cogimos y la llevamos detrás del árbol junto al que vivíamos en el bosque, y desabrochamos los tres botones de nácar. ¡Y lo que había en esa faltriquera era como la cueva de Aladino! Había pipas de barro, monedas de tres peniques, anillos, monedas de medio penique, perras gordas, broches, agujas, alfileres, todo lo que una anciana lleva consigo, dedales… ¡pero ni una solo cuento pudimos encontrar! Así que no tocamos nada. Lo volvimos a poner todo dentro, cerramos la faltriquera y la pusimos donde la habíamos encontrado, la dejamos junto a abuelita.

Dijimos:

Nos iremos otra vez a jugar, y volveremos con abuelita cuando despierte.

Así que nos fuimos de nuevo a jugar, volvimos más o menos una hora después, y abuelita estaba levantada. Y nos sentamos a su lado. Después de tomarse su té negro y fuerte, ella comenzó a encender su pipa. nosotros le preguntamos:

Abuelita, ¿nos vas a contar un cuento?

Sí, pequeños –respondió–. Os contaré un cuento.

Le encantaba contarnos cuentos porque nos hacía compañía, también era buena compañía para ella sentarse allí con nosotros, los niños. Dijo:

Ahora esperad un momento, esperad a ver qué tengo para vosotros esta noche.

Y abrió aquella faltriquera. Nos miró un rato a mí y a mi hermanita, nos miró largo rato con sus ojos azules. Dijo:

¿Sabéis una cosa, niños?

Respondimos:

No, abuelita.

Ella dijo:

Resulta que, cuando estaba durmiendo, alguien ha abierto mi faltriquera, ¡y todos los cuentos se han ido! Esta noche, niños, no os puedo contar ningún cuento.

Y esa noche no nos contó ningún cuento. Y nunca volvió a contarnos un cuento. Y yo tenía diecisiete años cuando murió mi abuelita, pero sólo once cuando esto sucedió. Abuelita no volvió a contarme ninguna historia, ¡y esta es una historia que sucedió de veras!

Duncan Williamson, The Horsieman: Memories of a Traveller 1928-1958, Edimburgo, Canongate Press, 1994, páginas 6-8

Ilustración inspirada en un netsuke japonés

Cuando la voz elocuente y el gesto de un anciano arrugado y canoso…

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En estas lejanas islas [las Hébridas], donde los hombres viven con lentitud, y viven largo, probablemente porque no viven deprisa –en pintorescos y toscos chamizos construidos con turba y piedras, donde hombres de hasta ochenta años han pasado la mayor parte de su existencia–, en estos remansos de tranquilidad en plena corriente de la vida, viejos pensamientos se acumulan como oro en polvo en un regato de Sutherland, y allí se conservan.

Allí, en las noches de invierno, boquiabiertos y con ojos de asombro, los niños se sientan a la luz rojiza del fuego de turba, bajo el gris entoldado de humo, y escuchan emocionados estos extraños y antiguos mitos. Dejan de ser mozos y mozas harapientos y descalzos, con largas greñas, oscuras o rubias; escuchan cómo el aguerrido pastor luchó contra el dragón y se hizo con la princesa y el reino, y su ánimo se eleva, como el de él. Dejan de existir las patatas y la leche, los tabiques de madera y las cucharas de cuerno, cuando la voz elocuente y el gesto de un anciano arrugado y canoso despliega ante ellos el cuenco de oro y los manjares del gigante.

Y cuando concluye el relato, y el fuego arde apenas, mozos y mozas se arrebujan en sus camastros y siguen soñando, y así sueñan hasta que se hacen mayores, y envejecen, y el viejo relato se convierte en parte de sus tranquilas vidas. El sueño de aventuras del niño es el punto luminoso en una rutina de trabajos y penalidades, y el hombre no lo olvida nunca mientras vive.

John Francis Campbell, “On current British mythology and oral traditions, Journal of the Ethnological Society of London, 1869-1870, vol. 2, págs. 331-332
Ilustración inspirada en un dibujo pintado sobre una calabaza de Burkina Faso

Formula de cierre española

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Y para celebrarla, comieron perdices y a mí me dieron con el plato en las narices. Y yo, al ver eso, me unté los zapatos con grasa y me vine corriendo para casa.

Juan José Orga Díaz, maestro calzador de Frama, Potes, Santander; Aurelio M. Espinosa hijo, Cuentos populares de Castilla y León, vol. 2, Madrid: CSIC, 1988, pág. 199.
Ilustración inspirada en una crátera griega clásica.