Mi cuñado y el señor Escalante eran los que más cuentos conversaban y mi papá; pero mi papá era medio receloso para avisar cuentos. En la noche cuando ya todos habían comido y habían lavado su ropa y estaban echados en la tarima empezaban a conversar y cada uno decía sus cuentos pero no siempre dejaban que uno esté allí escuchando porque quien no sabía contar cuentos tenía que irse solo, porque no lo aceptaban. A mí, como muchacho, se reían, «quédate nomás,» decían; y así aprendí muchos cuentos de los huantinos y de los chunchos también, de condenados, de las vizcachas, del sol, de los pericotes, etcétera. Estos cuentos no eran todos inventados sino cosas que les habían pasado a ellos o también a gente conocida; pero entonces avisaba: «Don Fulano, que en paz descanse decía». De todo lo que allí en las noches se hablaba no se podía ir con chisme afuera. Cada uno antes de comenzar decía: «Esto no es para contar, no hay que repetir», si eran cosas comprometidas. Entonces también se cambiaba el nombre de las gentes o del sitio y así nadie se molestaba.
Los cuentos de chunchos eran muy lindos y raros, porque para ellos todo está hablando en la selva. Y estos chunchos amigos de mi cuñado eran gente vergonzosa como la perdiz, que cuando uno la mira mucho se marea y se avergüenza y por eso le dicen purum beata que significa una beata perdida porque no hace más que esconderse y hasta el chuquito (chullo) que tiene es bien bonito.