Él era el macho y la hembra, el seductor y la seducida. Era glotón, era cornudo, era viajero agotado. Arañaba el suelo hacia los costados con sus pies de reptil, después se quedaba inmóvil y erguía la cabeza. Levantaba su párpado inferior para cubrir el iris, y extraía su lengua de lagarto. Hinchaba el cuello hasta formar bocios de cólera; y, finalmente, cuando le llegaba el momento de morir, se contorsionaba y retorcía, atenuándose más y más sus movimientos como los del Cisne Moribundo.
Entonces se le atascó la mandíbula, y ahí terminó.
El hombre de azul agitó las manos en dirección a la colina y, con la cadencia triunfante de quien ha contado la mejor de las historias posibles, gritó: –¡Ahí … ahí es donde está!
El recital no había durado más de tres minutos.

