
Érase que se era, érase que no se era, cuando el cedazo estaba en la paja, cuando el camello era pregonero y el gallo barbero, cuando Alá tenía muchas criaturas pero era pecado hablar demasiado…

Érase que se era, érase que no se era, cuando el cedazo estaba en la paja, cuando el camello era pregonero y el gallo barbero, cuando Alá tenía muchas criaturas pero era pecado hablar demasiado…

Desde nuestro campamento cerca de las orillas de este famoso lago [Urmia] a la ciudad de Maragheh hay dieciocho millas: hicimos la etapa durante la noche. El mulá Adinah, narrador de Su Majestad, estaba en nuestro grupo. El elchee (embajador) le pidió que amenizara el tedio del camino con un cuento.
–¿De cuántos farsekhs* lo queréis? –fue su respuesta.
–De cinco, por lo menos –fue la respuesta.
–Puedo complaceros a las mil maravillas–dijo el mulá–, tendréis a Ahmed el zapatero.
No pude evitar reírme de esta forma de medir un cuento; pero me aseguraron que era una costumbre habitual, surgida del cálculo que los narradores profesionales se veían obligados a hacer del asueto de sus oyentes. A cualesquiera otros comentarios sobre esta costumbre puso fin el mulá Adinah, pidiéndonos que calláramos y prestásemos atención; satisfecho su deseo, empezó de este modo:
–En la gran ciudad de Isfaján vivía Ahmed el zapatero, un hombre honrado y hacendoso… [el cuento ocupa 19 páginas].»
* 1 farsekh = c. 3 miles = 5 kilómetros.
Él era el macho y la hembra, el seductor y la seducida. Era glotón, era cornudo, era viajero agotado. Arañaba el suelo hacia los costados con sus pies de reptil, después se quedaba inmóvil y erguía la cabeza. Levantaba su párpado inferior para cubrir el iris, y extraía su lengua de lagarto. Hinchaba el cuello hasta formar bocios de cólera; y, finalmente, cuando le llegaba el momento de morir, se contorsionaba y retorcía, atenuándose más y más sus movimientos como los del Cisne Moribundo.
Entonces se le atascó la mandíbula, y ahí terminó.
El hombre de azul agitó las manos en dirección a la colina y, con la cadencia triunfante de quien ha contado la mejor de las historias posibles, gritó: –¡Ahí … ahí es donde está!
El recital no había durado más de tres minutos.